viernes, 7 de noviembre de 2014

Me dijeron que podría morir en tres meses

Fue hace dos semanas cuando acudí por segunda vez al Hospital del Día del Seguro Social. Ese que fue inaugurado en Guayaquil hace 3 años y que en comparación con las primeras casas de salud públicas construidas en la ciudad, esta le lleva mucha ventaja.

Las salas de espera están bien acondicionadas, las enfermeras que toman la presión y te pesan son amables y no se escucha quejas de nadie; todos miran con paciencia a una pantalla lcd en donde saldrá su nombre, el del especialista y el número del consultorio. Pareciera ser un lugar perfecto, tomando en cuenta también la limpieza del sitio aunque al poco tiempo te das cuenta que hay algo de malo.

Miras a tu alrededor y notas que no eres el único en busca de atención y que como tú, hay decenas y ya con eso te imaginas que la cita programa a las 08:20 se extenderá hasta las 09:00, como en mi caso. “Solo hay un urólogo, ¡no puede ser! tenía que estar a las 09:30 en otro lado pero veo que no alcanzaré”, pensó en voz alta un señor que estaba sentado junto a mi. Al disimulo miré mi reloj y noté que él solo tenía media hora de tiempo para llegar a su destino pese a que su cita fue programada a las 08:00, como luego me comentó.

Okay... no era la única a quien le tocaba esperar, sin contar con que todos llegamos “45 minutos antes de la consulta” como te lo indica la operadora cuando recién pides la cita.
El frío del aire acondicionado -con más de 1 hora de espera- me hizo reprocharme ¿por qué no llevé abrigo? Ya no me parecía agradable permanecer en un asiento mientras mi pie se movía -como en señal de negación- por la temperatura baja y el nerviosismo, hasta que finalmente en la gran pantalla vi mi nombre, fue como ganar la lotería y caminar presurosa a recibir el premio (ir al consultorio).

La doctora, que era una médico general, me pidió que tomara asiento y sin dejar de ver a la computadora me preguntó qué tenía. Le expliqué todos mis males gastrointestinales y nuevamente mirando a la pantalla exclamó: “pero usted tiene dispepsia, debe cuidarse”.
- ¿Usted cómo lo sabe?
- Ya se ha hecho atender en otra unidad médica y aquí el diagnóstico dice dispepsia.
- ¿Qués es eso? No lo sabía.
- El médico que la atendió debió decirle...

Fue entonces cuando recordé a aquel especialista, que hace más de un año en otra Unidad del IESS me atendió por mi problema de gastritis pero que en vez de comprobar el diagnóstico con exámenes, solo me dijo: ¿Para qué le voy a mandar a hacer exámenes? Usted puede tener una úlcera y no lo sabemos, podría decirle que regrese en 3 meses pero no lo va a hacer porque se puede morir...

El shock que me provocó el escuchar esas palabras me dejó enmudecida y no pude reclamarle, solo decirme en mis adentros “médico negligente”. Seguramente no se dio cuenta que el día en que me dijo todo eso era mi cumpleaños y que me había levantado a las 5:30 para recibir un año más de vida con buena salud.

En todo caso, esa persona nunca me dijo que tenía dispepsia pero sí lo puso en el historial clínico, así que preferí ahorrar mi dramático testimonio y preguntarle a la doctora. Ella me respondió que era una irritación en el estómago por no alimentarme bien y no me dio más detalles porque asumió que eso le correspondía decirme al gastroenterólogo.

Finalmente me recetó unos medicamentos y me dió una orden de rayos X para ver “el tránsito de la digestión”. Mi consulta al parecer fue la más rápida porque no duró más de 10 minutos.

De allí fui al área de rayos X, la atención fue rápida e incluso para retirar las medicinas todos tomaban un tiquet y esperaban bajo una carpa, en la sombra.

Luego de 2 horas mi travesía terminó y como tenía hambre porque no había desayunado me serví lo único que estaba disponible: mote con melloco, papas y cuero.

Un examen difícil

Al cabo de una semana regresé por tercera vez al Hospital del Día. Fue un sábado a las 15:30 cuando solo atendían a los pacientes que llegaban por emergencia y a quienes tenían órdenes como la mía. En esta ocasión era el turno de hacerme los rayos X y cómo mi mamá ya pasó por un examen similar, no dudó en acompañarme.

Pensé que sería algo rápido, así como mi última atención en esa casa de salud, pero en realidad se me hizo eterno. Cuando entré a la sala me dieron una bata y me pidieron que me desvista y que solo me quede en interior.

Cambiarme en el baño me hizo recordar la primera vez que estuve allí. Había sido hace más de un año, cuando me dio una fuerte infección estomacal y luego del primer suero, me pidieron que me dirija al cuarto de rayos X para hacerme una radiografía del estómago, que solo tardó "un disparo" de la máquina y enseguide pude volverme a vestir, aunque de manera incómoda porque tenía enterrada una aguja en mi vena y no podía usar mis dos brazos. Además parecía zombie porque sentía que estaba más del otro lado que acá.

De nuevo al momento, “párese ahí y tome esto, sin agua”, me dijo la enfermera. Era una especie de efervescente que se disolvió instantáneamente en mi boca y me provocó un ardor más fuerte que el que te da cuando no has desayunado y almorzado. Enseguida preparó otro compuesto con polvo y agua y me dijo que me lo vaya tomando según sus indicaciones.

“Sostenga en la boca, ahora sí, trague” eran las instrucciones que se repitieron hasta acabar esa botella, mientras me tomaban la radiografía de lado, de frente, del otro lado, acunclillada, acostada y en una pose olímpica, cual ganador que sostiene un trofeo.

Ya no quería seguir, eruptaba a cada rato y tenía nauseas, solo quería vestirme e irme, hasta que me dijo al fin: eso es todo, los resultados están de 8 a 10 días. Recién fue el momento de salir y buscar algo de comer porque no había comido durante 6 horas, por recomendaciones previas.

El contraste con la realidad

Para retirar esos exámenes mi mamá debió ir al IESS un día antes de la cita con el gastroenterólogo porque en mi cita debía llevar los resultados, pero como no recibió una respuesta tuve que acudir el mismo día de la cita, a las 07:30, aprovechando que mi consulta era a las 10:20, al otro extremo de la ciudad - En el Dispensario Norte, ubicado en la avenida Juan Tanca Marengo.

Cuando recibí la radiografía en un CD sospeché que algo no estaría bien. Fui al trabajo, pedí el permiso respectivo y viajé hasta el otro extremo. Desde los exteriores todo era diferente. Había muchos vendedores ambulantes, pestilencia de basura hacia un lado de esa unidad médica y cuando entré fue como lo que estamos acostumbrados a ver.

Gente esperando de pie, no había aire acondicionado pero sí desorden en los pasillos. Era la primera vez que acudía a ese centro así que me guié por las nomenclaturas que señalaban cada especialidad. Gastroenterología estaba en el primer piso y enfermería parecía un escritorio de inspector en el colegio.

¡Nada era sistematizado! Aún usan el registro manual y unos equipos para tomar la presión que nunca había visto. Con mi mirada buscaba la pantalla para saber mi turno, pero esta vez la enfermera me pidió que toque el consultorio de la doctora que me atendería y que si estaba libre que pase.

No hubo otra forma, lo hice, pero estaba ocupada en consulta. Esperé en esa acalorada sala hasta que salió gritando mi apellido. Me preguntó nuevamente lo que tenía y luego le entregué el CD pero fue en vano, no pudo visualizar las radiografías y enseguida pensé que mi padecimiento no sirvió. “Ahora todo es con CD y esto no se puede ni ver”, reprochó la doctora como quejándose de que no tenían el mismo programa que el moderno Hospital del Día.

Finalmente solo leyó los resultados que estaban grapados en una hoja junto al disco y me indicó que debía hacerme una endoscopía, ese proceso en donde te introducen por la boca un tubito con una cámara para ver en vivo a tu estómago.

Me dio la cita para la próxima semana y por lo pronto me recetó omeprazol y metroclopamina. No sé si fue una exageración pero en total fueron 90 pastillas para 45 días, lo cual me hizo cuestionar si eso traería una repercusión a mi hígado.

Cuando fui a retirar las medicinas pregunté en dónde se coge un tiquet pero me dijeron que deje mi cédula y que espere a que me llamen. Escuchaba los apellidos de cada uno de los pacientes y cuando me nombró acudí en espera de los medicamentos, pero solo me hizo firmar el “recibí conforme”, sin antes haber entregado los productos porque me pidió que nuevamente tomara asiento hasta la nueva llamada.

Entre esos siéntate y párate al fin me dieron la gran funda de fármacos y me retiré con la esperanza de no volver, aunque sé que será algo difícil.

martes, 14 de enero de 2014

Ya no está en mi mano

Mientras esperaba a que partiera de la terminal el bus que me llevaría de regreso a casa (de aquellos color azul que te llevan sin la necesidad de pagar porque ya lo hiciste en un paradero), encontré con qué entretenerme...

Era un anillo, aquel que llevaba en mi mano y resaltaba entre mis uñas que pocas veces están arregladas. Lo miraba fijamente y mientras lo tocaba pensaba que apenas llegue debería tomarle una foto y compartirla contigo.

Lo saqué de mi dedo anular, porque es ahí en donde me quedaba, y lo pasé a mi mano derecha. No dejaba de verlo y tocarlo... pero algo dentro de mi sabía algo y como sucede en muchas ocasiones, preferí ignorarlo.

No recuerdo lo que pasó con exactitud, pero el anillo cayó y en cuestión de milésimas de segundo mi mente me reprochaba el no haber hecho caso una vez más a mi sexto sentido. Mi mente decía tranquila, sí lo vas a encontrar pero también me regañaba por la advertencia que sentí y no hice caso.

Lo escuché caer detrás de mi, en medio de ese piso con viñetas de aluminio y lleno de polvo y basura que no había sido limpiado, como generalmente sucede en ese tipo de buses.

Miré fijamente debajo de mi alrededor pero no lo vi y las probabilidades de que otro pasajero lo haya tomado eran casi nulas porque hasta podía contar con los dedos de mis manos a quienes estaban ahí, seguramente porque a las 22:00 muchos ya están descansado.

Me agaché, palpé, miré y una señora que se encontraba sentada diagonal a mí me preguntó ¿qué busca? Un anillo le dije. Entonces también buscó debajo de su asiento y se unió a mi búsqueda.

De repente las puertas se cerraron y el vehículo empezó a rodar. Mi preocupación se acentuó y poco a poco todos lo empezaron a notar. Otro joven me cuestionó, ¿qué se le cayó? un anillo le dije, sin dejar de ver.

Mientras estaba sentado me señaló con su dedo que había visto caer un objeto detrás de donde me encontraba y sin pedírselo, muy amablemente se levantó y me ayudó a buscar.

Ya todos sabían que estaba en busca de algo, sin embargo me preguntaron una par de veces más ¿qué busca? un anillo les dije. Fue ahí que el hecho se convirtió en un acto de solidaridad, todos miraban "algo que brille" como si supieran que se trataba de algo de mucho valor, no por su precio, sino por su origen y quien me lo dio.

Me decía a mí misma, esto amerita una foto "pal face". De seguro lo converterían en un meme... pero no había tiempo para eso... seguía buscando.

Otro de los usuarios me dijo, tome esa revista que está caída y mire si no está metido ahí (debajo de unos metales que sujetaban el asiento). Lo hice aunque no hallé mi objetivo.

El lugar en donde debía quedarme se acercaba y no hubo viaje más corto que aquel. Debíame resignarme...
Busqué... busqué... prometo que fue así y te escuchaba decir en mi inconsciente ¡Ay Diana!... Le dí las gracias al joven que estaba de pie y bajé sin perder la esperanza de verlo en las escaleras.

Mi presentimiento se hizo realidad... el anillo ya no estaba en mi mano y la imagen que quería tener grabada ya no existiría, ¿cómo decírtelo?... De pronto recordé que tenía un blog.

Ahora que ya lo leíste, puedes entender lo mucho que significaba para mi y lo vacía que me siento...